Algunas de las personas más brillantes que he conocido comparten un rasgo curioso: aseguran que no saben ni madres. Y he visto demasiados casos como para que sea coincidencia.
Aún cuando su conocimiento es considerable en ciertos campos, estos personajes suelen decir que no le saben mucho a X o Y. Lo hacen de manera tan disimulada—genuina, incluso—que la gente les cree. Y uno se va con la finta.
Pero, de hecho, sí saben qué pedo. En realidad, conocen más de lo que uno imaginaría. Pero su socrática afirmación-negación tiene varios fines.
Les da la oportunidad de aprender de quienes saben aún más del tema; evita que se les cargue de responsabilidades indeseadas; y, además, los aleja de las desventajas de monopolizar la conversación.
No les importa que el ojo juzgón piense que son medio burros: las expectativas de terceros los tienen sin cuidado. Saben que no es a huevo saberlo todo.
La Docta Ignorantia, un estilo de vida
Quienes se rigen por este dogma eligen sus batallas con cuidado, pero también sin esfuerzo. No se enfrascan en debates para imponer su opinión o para tener la razón. Son el polo opuesto del efecto Dunning-Kruger.
Su mente tiende a ser dispersa. Brincan de una idea a otra y es difícil seguirles el ritmo. Para colmo, van por la vida cagándose de la risa por cualquier cosa.
En ocasiones dudan de su propia competencia y sufren del efecto impostor. Pero cuando llega la hora de actuar, de aplicar ese conocimiento esotérico que ni ellos saben que tienen, se rifan como los grandes. Son los Keanu Reeves del mundo, los John Frusciante y las Dana Scully de la no-ficción.
No le saben, pero en realidad sí le saben. Y en consecuencia, caen muy chido.
Ayer —precisamente— me enfrasqué con mi hermano en un debate de esos brutales a voz en grito e intentando imponer mi opinión sobre el genocidio en Palestina. Creí tener la razón todo el rato y salí ofuscado y de mala hostia. Un saludo, querido Jesús, me alegra que sigas escribiendo.