Cuando Isaac comenzó a trabajar como elemento de seguridad, pensó que sería una chamba interesante. Tendría que trabajar de noche todos los fines de semana, pero eso le permitiría ver conciertos gratis y además le pagarían por ello.
Las instrucciones del supervisor eran claras: en ningún momento podía voltear al escenario como un espectador más; de lo contrario, le llamarían la atención o hasta podrían suspenderlo.
—Aquí se viene a trabajar, mano. Ni le juegues al salsita—le advirtió desde el primer día uno de sus compañeros.
—Tá, bien, pues. Ni que me gustara la música de esos pinches greñudos— respondió, para disimular su entusiasmo.
Su trabajo era muy simple: solo tenía que plantarse frente a la muchedumbre y vigilar que nadie rebasara la denominada sección General B e invadiera la más afortunada zona General A. Rara vez sucedía, y de los pocos que lo intentaban, ninguno se atrevía a hacerle frente a su corpulenta humanidad ni a su casi 1.90 de estatura.
—No puede pasar para acá, joven. Si se brinca, voy a tener que sacarlo—solía decir, a modo de advertencia.
A veces se aburría tanto que deseaba con todas sus fuerzas que se desatara la campal o que algún borrachín se le fuera a los golpes. Cualquier cosa le parecía mejor que esperar ahí de pie por tantas horas.
Se había acostumbrado a escuchar la estridencia de las guitarras, las baterías y bajos retumbando en su pecho, y el escándalo del micrófono multiplicado por las bocinas. Los tapones para oídos eran sus mejores amigos. Su normalidad eran las multitudes histéricas y los juegos de luces y láseres: el antro perfecto para el desfile de vendedores de cerveza y de comida chatarra.
Disponía de tiempo de sobra para cavilar acerca de todo tipo de cuestiones: su vida, sus chambas pasadas y hasta la condición humana. Comenzó a parecerle curioso y primitivo el fenómeno mismo de un concierto masivo. Mataba el tiempo estudiando los rostros de los fans extasiados.
En algún punto se convenció de que el verdadero espectáculo estaba no a sus espaldas, sino frente a sus ojos. Le parecía fascinante que, en este punto de la civilización, la gente optara por acudir a esos extraños rituales para combatir su aburrimiento.
Después de seis meses decidió que había tenido suficiente. Además, le habían avisado de otro jale mejor pagado, como operador de radio; estaría sindicalizado y todo. Debía largarse de ahí cuanto antes, pero tenía que hacer que lo despidieran. Tenía que ser algo grande, algo que valiera la pena.
Se acercaba el concierto de un conocido grupo, y aquello le pareció el final adecuado. No moría por verlos, pero le gustaban lo suficiente como para que se convirtieran en el motivo de que lo renunciaran.
Cuando llegó el día, apenas comenzaron a tocar, volteó hacia el escenario. Empezó a balbucear sus canciones y se convirtió en otro fan gritón. El público ni lo notó, pero sus compañeros, ubicados a unos metros de distancia, lo miraban confundidos. Al poco tiempo sonó su radio. Era su jefe.
—¿Qué haces, pinche Isaac? ¿Muy fan de estos weyes o qué?
—Ohhh, no esté chingando la madre—contestó, impasible. Ni siquiera miró a su alrededor, pero sabía que era cuestión de segundos para que fueran por él y lo expulsaran. Se apresuró a saltar la pequeña barda que divide ambas secciones y se abrió camino entre la multitud.
La confusión del momento y la leyenda de SEGURIDAD en su camiseta le permitieron avanzar con facilidad. Sus compañeros lo perdieron de vista. Torpemente trepó por un costado del escenario y se plantó a lado de Keith Richards. Imitaba sus movimientos simulando que tocaba el jumpin’ jack flash con una guitarra de aire. El músico se echó a reír y siguió ejecutando su instrumento, como si nada.
Cuando los gorilas más cercanos notaron que eso no era parte del acto, se le fueron encima, cuatro de ellos. Lo tumbaron boca abajo. Le torcieron los brazos y le dieron una que otra patada en las costillas, nomás para que escarmentara.
El público estalló en abucheos. Reprobaban la brusquedad innecesaria y, más que nada, que le echaran montón.
Pero Isaac sonreía en el suelo, satisfecho, con el sabor de su sangre en el paladar. El dolor era apenas una sensación lejana, un cosquilleo. Sabía que ya no era uno de ellos.
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