Redacción con dolor: en memoria del gran Sandro Cohen

El inconveniente de hablar de gente excepcional es que, al final, escasean los términos y conceptos para poner en perspectiva su grandeza. Los elogios y adjetivos se quedan cortos. A lo mucho uno puede trazar un esbozo de por qué son o fueron tan admirables, dar cierto contexto. Pero no más que eso.

En el caso de Sandro Cohen, sus cualidades como ser humano se extendían a todas sus dimensiones: la social, la profesional, la familiar, la artística.

Dicen que nunca debes conocer a tus héroes, pues terminas por descubrir su lado más desagradable y pronto llega el desencanto. Cuando se trata de eruditos del lenguaje, prevalece el estereotipo del personaje malhumorado que no tolera la incultura y el mal gusto. Pero Sandro era la excepción a la regla, el radical opuesto a ese lugar común entre quienes estructuran palabras e ideas.

Redacción ¿sin dolor?

Hace ya varios años quedé desconcertado al descubrir el blog de Redacción sin Dolor. Fue una especie de epifanía adolescente: comprendí que el idioma y el acto de escribir iban mucho más allá de redactar sin faltas de ortografía.

Para entonces Sandro era, desde mi perspectiva, una entidad absoluta, sin rostro, alguien que estaba fuera del alcance de los mortales. Y a pesar de que contestaba la mayoría de las dudas de sus lectores, no me atrevía a hacerle pregunta alguna. Aún a kilómetros de distancia y detrás del anonimato del internet, no quería exhibir mi profunda ignorancia. No ante él.

Ya cuando tuve oportunidad de conocerlo, nunca pude ver en su rostro el menor gesto de irritación o exasperación. El estoicismo hacia sus alumnos era infinito. Pero, además, la suya era una paciencia genuina. No había rastro alguno de condescendencia en su trato o en su escucha. En verdad le interesaba ayudar a los demás a mejorar.

En las ocasiones en que tuve el privilegio de invadir su hogar, me asaltaba un impulso por husmear entre sus libreros y asomarme a su universo como lector. ¿Qué autores leía alguien que parecía concentrar todo el conocimiento humano? Jamás me atreví a hacerlo, y quizás fue lo más prudente.

La mayor enseñanza suya que alcancé a comprender es que, si vas a escribir, más vale que lo hagas desde las vísceras. El pudor y el recato no tienen cabida. Si se entrometen, la escritura es mutilada; el autor se priva a sí mismo de su verdadero sentir y de su más genuina forma de ser y de pensar. Como cuando se asiste a algún evento social incómodo y todo se trata de quedar bien y guardar apariencias.

La obra más famosa de Sandro, el libro didáctico Redacción sin Dolor, es de hecho su más grande ironía. Podía guiarte por los entresijos de la escritura y te enseñaba a sortear las dificultades del idioma español. Pero al momento de hacer literatura con el maestro Cohen —o en su caso, poesía y ensayo también—, el dolor y las agonías eran infranqueables.

Su método era simple: sácalo todo. Exorcízalo. Compártelo. Exhíbelo en una vitrina como carne cruda. Que la opinión de otros valga medio carajo. Sea bueno, malo, bizarro, inmoral, sórdido, erótico, ridículo, insólito, grotesco, cursi, inverosímil, ingenuo, mezquino, sombrío, absurdo o en apariencia intrascendente. Todo es válido.

Hay cierto valor intrínseco en lo que la gente tiene para contar si aquello proviene desde las meras entrañas. Preocuparse por el qué dirán es ponerse voluntariamente una camisa de fuerza. Más sensato resulta abrazarlo, reírse de ello, expresarlo con cierto descaro incluso. Y no es fácil.

Cuando releo la obra de Sandro, que goza precisamente de esas cualidades, vuelvo a ser ese adolescente que se sabe minúsculo frente a semejante figura no solo de las letras, sino del arte de ser, sin esfuerzo alguno, una enorme persona. A más de tres años de su partida, aquello permanece idéntico.

 

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