Alguna vez escuché que la música electrónica es la expresión musical más pura de los seres humanos. Aventurada afirmación, por supuesto, pero el argumento tenía cierta lógica y sustento.
La premisa es que aquello que se considera estrictamente música electrónica es, en esencia, como el ser humano concibe la música en su mente.
Es decir, este tipo de arte no está subordinado a las limitaciones físicas de un instrumento musical. No proviene necesariamente de vibraciones de cuerdas, percusiones o golpeteos de materiales o superficies.
Mientras tanto, el sonido de un instrumento musical depende por completo de sus materiales y de sus interacciones físicas con otro agente. Al escucharlos, en realidad, escuchamos el sonido de la naturaleza y de sus elementos. Vaya uno a saber cómo sonaría la música si las maderas, metales, rocas y otros materiales emitieran un sonido distinto al que conocemos.
La música electrónica, en cambio, proviene de artefactos construidos por el intelecto humano. Nace de dispositivos digitales cimentados en circuitos, como el sintetizador, el theremín y las computadoras. El sistema binario es convertido en sonidos no disponibles en la naturaleza, con ayuda de entornos de programación.
Aquello me dejó pensando. Quizá el género musical electrónico sea, a fin de cuentas, lo más cercano a crear música, en el sentido más estricto: la música más humana. Y eso puede apreciarse desde su origen mismo, en 1969, de la mano —o de la mente, mejor dicho— de Gershon Kingsley.
En defensa de la música electrónica
A veces se le menosprecia por la idea de que su origen es artificial, ‘no natural’. La discusión es incluso trillada: a la música electrónica se le acusa de fría solo por venir de máquinas, como si estas fueran ajenas a la creación humana. O se dice, incluso, que no es música real, sea lo que eso signifique.
Este tipo de música se enfrenta, además, al prejuicio de que la única que hay es la tipo pop, aquella para la pista de baile o festivales.
Es verdad que existe una gran cantidad de artistas y subgéneros dedicados deliberadamente a producir música para eventos masivos y fiestas: música pegajosa, a veces tan fácil de consumir como de olvidar. No trasciende más allá de la sensación efímera de euforia colectiva. Pero reducir la música electrónica a ese tipo composiciones sería una generalización tosca.
Esta forma de arte ha evolucionado demasiado como para no reconocerla como tal.
¿Hay, acaso, una gran diferencia entre ejecutar una secuencia de acordes en un instrumento tradicional y programar una secuencia de melodías y ritmos en un artefacto electrónico? Podría decirse que la clave radica en la dificultad. Pero lo cierto es que en ambos casos se requiere un cierto grado de conocimiento y técnica.
Si bien, la ejecución de un intrincado solo de guitarra demanda una gran destreza del intérprete, por ejemplo, replicar la música que solo existe en la cabeza de una persona a través de una computadora, no es precisamente tarea sencilla: todo lo contrario; menos aún hacer que eso suene bien y tenga una calidad profesional, aceptable.
¿Sueñan los androides con música electrónica?
La gran ventaja de la música electrónica respecto a otros géneros es que no tiene limitación alguna de sonidos o instrumentos. De hecho, podría decirse que cuenta con todos los instrumentos, todos los sonidos. Y por ello las posibilidades de crear canciones desde una computadora son ilimitadas, así como la imaginación lo es en la mente humana.
Lo más interesante de esto es que, por décadas, la electrónica ha demostrado una evolución pasmosa. Desde las tentativas pioneras de Gershon Kingsley y Kraftwerk al perfeccionismo de gente como Jon Hopkins y Ólafur Arnalds, hay un gran trecho. Y no parece que esa tendencia de continuo refinamiento artístico vaya a cambiar.
Obras clásicas como Oxygène, de Jean-Michel Jarre, y Music For Airports, de Brian Eno, así me lo hacen sospechar. Ni hablar de aquellas joyas que combinan lo mejor de la tecnología con composiciones tradicionales, como “Beached” de Angelo Badalamenti y el bárbaro remix de Orbital. No por nada Thom Yorke se perdió en el agujero de conejo electrónico cuando descubrió a DJ Shadow, Aphex Twin y compañía.
Al final, ¿importa el origen de una pieza musical o la forma en que fue construida, si provoca una respuesta emocional genuina? Gemas como este set de Kiasmos para la KEXP hacen que preguntas como esta sean, cuando mucho, retóricas.
4 comentarios en “Human After All: ¿Es la música electrónica, de hecho, la más humana?”